Thursday, November 24, 2011

No culpes a la lista

Porqué la eliminación del voto preferencial no solucionaría nada

Esta semana se debate en el Pleno la eliminación del voto preferencial para la elección de congresistas. El razonamiento de los que están a favor es el siguiente: el voto individualizado por un postulante al Parlamento conduce a comportamientos perversos. Primero, genera una encarnizada disputa por los votos al interior de la propia lista al punto que rompe la unidad partidaria; los elegidos no sienten que deben su lugar al partido al que pertenecen sino a los votos de sus electores; y así terminamos eligiendo a cada impresentable que rápidamente se gana el apelativo de “otorongo”. Por lo tanto, dicen los eternos expertos como Henry Pease, “el voto preferencial tiene la culpa del debilitamiento del sistema político y de la democracia”. “Hay que eliminarlo”, “una reforma más, urgente!”, aclaman sus seguidores. ¿Pero acaso la desaparición del voto preferencial solucionaría los problemas de crisis de representación y de corrupción del Congreso peruano?

Un balance justo requiere mencionar también las virtudes del voto preferencial: el ciudadano tiene mayor capacidad de decisión, inclusive por encima de las cúpulas partidarias. Una lista cerrada, confeccionada exclusivamente por los mandamases de las organizaciones políticas, puede ser anti-democrática. El voto individualizado permite una elección doble: no solo es el endose a una agrupación sino también el apoyo hasta a dos candidatos. Pease plantea cerrar la lista congresal pero previamente organizar elecciones internas abiertas a todos los ciudadanos para elegir a quienes deban integrar las listas al Congreso. No entiendo su propuesta: ¿en vez de un solo proceso electoral, tendríamos dos: primero, una primaria con voto preferencial y luego una general ya con listas cerradas? Genialidades de institucionalistas.

(Existe un tipo de “experto político” que tiene una fascinación por lo que Eduardo Dargent llama “reformitis”. Piense, estimado lector, cuántos seminarios, talleres y chupetas se organizan bajo el título de “Reforma del Estado”. Sume a ello la cantidad de consultores, asesores y chamanes que engrosan las planillas del Estado y de la cooperación internacional con la justificación que son “reformistas”, que tienen el dato caleta del libro de Sartori para establecer una institución que nos salvará a todos de la mediocridad política).

No existe evidencia que los problemas del Congreso se resuelvan con un cambio en el mecanismo de elección. Hemos tenido buenos y malos congresistas bajo el sistema vigente. La calidad de la clase política en su conjunto no depende de esta reglamentación. Además, las disputas internas entre candidatos de una sola lista se solucionan creando mecanismos de cohesión partidaria. Por cierto, ¿quién ha dicho que la competencia intrapartidaria es siempre nefasta? Por el contrario, permite que el ciudadano aprecie matices necesarios en una misma plataforma política. En tercer término, los congresistas no sienten que representan a sus partidos porque éstos simplemente no existen. Al no haber vida partidaria, tienden a crear sus vínculos directamente con el electorado. No es culpa de la norma, sino de la realidad política.

Me sorprende cómo decisiones tan importantes como el cambio en las reglas de juego electorales se toman guiados por el capricho, por un sentido común coyuntural, y sobre todo sin contrastar con la realidad. ¿Acaso los reformistas han estudiado siquiera las prácticas concretas de la vida política en el interior del país? ¿Basta con lo que les cuentan sus “orejones”? Desde sus manuales llevan adelante una reforma aislada y basada en supuestos antojadizos. La mayor prueba de las limitaciones de la “reformitis” es que antes no teníamos Ley de Partidos Políticos pero teníamos partidos; hoy tenemos ley, pero no partidos. Moraleja: no busques al culpable fácil.

Publicado en Correo Semanal, 24 de Noviembre del 2011.

Thursday, November 17, 2011

La modernidad truncada

Informalidad y conflictividad en el Perú actual


Usted ya leyó todos los análisis posibles sobre los conflictos que despertaron al león (no tan) dormido de la conflictividad social del país. Para algunos, se acabó una luna de miel que apenas duró cien días. Otros resaltan la incapacidad del nacionalismo para asumir las expectativas que generó durante la campaña electoral. “Una cosa es con guitarra, y otra con cajón”, sintetizan brillantes analistas. Los politólogos recomiendan la construcción de una institucionalidad estatal para procesar los conflictos; los consultores –con una mano en el pecho y la otra en el bolsillo— propugnan la prevención, el dialogo, y todas esas técnicas que les permiten guardar pan para mayo; la derecha dice que el país no puede parar, la izquierda radical ha elevado a la minería al status de posesión diabólica. ¿Qué de nuevo se puede decir de una dinámica social que no cambia aunque pasen los gobiernos?

¿Y qué tal si vemos el ‘big picture’? Ello no significa suscribir el discurso oficialista-yo-no-fui. La justificación de que se tratarían de “conflictos heredados” refleja una cínica irresponsabilidad política. En todo caso, si vamos a echarle la culpa al pasado, remontémonos a la Colonia como bien nos enseñó Julio Cotler. Propongo poner la problemática en perspectiva histórica, pero sin zafarle cuerpo a la responsabilidad. Sostengo que asistimos a un segundo proceso de modernización, que va camino a truncarse como el anterior. A mediados del siglo pasado presenciamos el primero: la postergación del Perú rural produjo al “primer peruano moderno” (Carlos Franco dixit): el migrante andino en Lima y en las ciudades costeñas, buscando participar de la promesa de la urbe. Pero los proyectos políticos de aquél entonces no tan lejano, no fueron capaces de proponer un Estado incluyente. Los partidos se preparaban, manual en mano, para representar a clases obreras y campesinados ideologizados; y nunca alucinaron como era la política para ambulantes, subempleados y talleristas sin seguros sociales. Ni siquiera cuando colapsaron se dieron cuenta lo que había pasado.

Esta vez la modernidad migró al campo. Nunca antes hubo tanta inversión intensiva y extensiva en las zonas de más alta tasa de ruralidad de los Andes. Siquiera en las urbes había algo de Estado. No hay peor combinación que el desarrollo económico (extractivo, de escasa demanda laboral local) llegue donde el Estado es más débil, en ese lugar debajo de la alfombra que los políticos habían evitado toda la vida. Ah, y claro, ahora ni siquiera hay organizaciones políticas.

Informalidad y conflictividad han sido el resultado, hasta ahora, de dos momentos modernizadores truncos en nuestra historia contemporánea. Porque en ningún caso hubo un proyecto político que diera forma a la coyuntura crítica que se abría. Es evidente que el discurso derechoso del ‘emergente’ ya es cebo de culebra a estas alturas (aunque al menos fue un intento). Ahora simplemente no tenemos ningún discurso político, ningún proyecto nacional que tenga la valentía de plantearse la pregunta de rigor. Los devaneos presidenciales entre los lobbistas mineros y sus (¿ex?) aliados radicales solo demuestran que no se está a la altura del encargo. Permanecer en la indecisión es un llamado a ahondar más la crisis de representación, un rechazo a la política que primero tomó la forma de desafección (“el emergente yo mismo soy”) y que ahora se agudiza y toma formas violentas (“el perro del hortelano”). El Perú no es moderno, estimado “ciudadano del mundo”, si no es capaz de dar a luz un proyecto político que más que mirar las herencias del pasado, esté más preocupado por darnos el norte.

Publicado en Correo Semanal, 17 de Noviembre del 2011

Thursday, November 10, 2011

El centralismo arde

¿Será capaz el Gobierno de Humala de descentralizar el Estado?

Uno de los aspectos prácticamente ausente en los balances de los primeros días de Humala es el referido a la descentralización. En el informe del propio Gobierno la mención al tema es prácticamente de forma. No caben dudas de que arrastramos una estructura estatal centralista y que la reforma regionalista (que ya va a cumplir una década) no ha logrado consolidar hasta el momento una solvencia estatal a nivel subnacional. Humala, quien se puso la alta valla de la “gran transformación”, no puede irse de Palacio sin poner en práctica políticas que modifiquen los patrones centralistas, ya que sin ello cualquier intervención sectorial ahondará aún más en el limeñismo. No hay inclusión sin descentralización, presidente.

Cuando se reflexiona sobre la descentralización desde alguna mesa colmada por intelectuales, técnicos y funcionarios públicos (limeños en su mayoría, claro está), se suele cuestionar la capacidad instalada en las regiones para asumir la tarea de una gestión subnacional eficiente y de calidad de servicio al ciudadano. “Hay que capacitarlos”, dicen algunos. “Ya aprenderán”, confían los optimistas, pero nadie practica un diagnóstico de las responsabilidades respectivas desde el Gobierno central. Un funcionario regional cusqueño me lo puso clarito alguna vez: “Se dice que no estamos preparados para gobernar una región, pero nadie dice que tal o cual no está preparado para ser ministro”. ¿Tendrá el Gobierno de Humala la capacidad y la voluntad política para estructurar un Estado descentralista, no solo con diálogo y respeto con los gobiernos regionales, sino con interacciones funcionales a todo nivel (regional y municipal) que satisfagan al ciudadano?

Los primeros pasos de Humala en este ámbito no parecen alterar el esquema centralista. Por el contrario, en su discurso de toma de mando propuso la recentralización de las políticas educativas y, por otro lado, el lanzamiento de los programas sociales (como Pensión 65) no considera una participación protagónica (apenas consultiva, si acaso) de los niveles subnacionales de gobierno (regiones y municipalidades), lo que implica el riesgo de reproducir las limitaciones y excesos de los programas asistencialistas fujimoristas: eficientes técnicamente, con rigor en los indicadores de focalización, pero controlados por el Gobierno central. Una real política de Estado comparte el diseño, la responsabilidad y los logros en todos los niveles. Es la única forma que no se convierta en un instrumento político para fines de los gobernantes de turno.

Efectivamente, los programas que impulsa el nuevo Gobierno son “renovados”: con Pensión 65, y los que se vienen, nos consolidamos en la ola de programas de transferencia condicionada -tan populares- y con tan buenos réditos políticos reeleccionistas que ha dado en el continente. Pero para que sea política estatal requiere entramarse dentro de los distintos niveles. El presidente Humala debe recordar que la legitimidad (cuya debilidad finalmente es lo que causa la crisis de representación) no solo se juega a nivel central. Si los gobiernos regionales y municipales fracasan, suman al descontento y avivan la insatisfacción. El Estado centralista arde –para parafrasear la reciente compilación de columnas de María Luisa del Rio- y Humala podría quemarse las manos si se queda con esas viejas estructuras centralistas tan seductoras para acumular poder, pero tan nocivas para transformar seriamente el país.

Publicado en Correo Semanal, 10 de Noviembre del 2011

Friday, November 4, 2011

"No hemos encontrado la fórmula"

"Consejos de pata" para construir partidos

El Presidente del Congreso Daniel Abugattás ha sido brutalmente honesto: “no tenemos excusas, hemos fallado, no hemos hecho una evaluación adecuada”. Los casos de Celia Anicama, Amado Romero y del propio Omar Chehade, entre varios otros congresistas investigados por el Ministerio Público, han movido el piso al partido (¿?) de la “gran transformación”. En menos de cien días, se han dado de cara con la cruda realidad y han comprobado –vaya novedad—que no tienen la fórmula para renovar la política nacional. Desde la modestia e irresponsabilidad propias de un académico puro, ensayo a continuación algunos consejos al respecto.

El 2016 comienza ahora. Dejar la actividad política solo para comicios ha demostrado que pasa factura. Mire lo que le pasó a Toledo por tanto viajecito a Estados Unidos. Hay que meterle chamba al partido todo el año porque permite depurar oportunistas y prontuariados. No es posible que el proceso de selección de candidaturas sea solo durante los meses previos a la contienda electoral. Seamos francos: las “bases” no existen, pero sí cuadros individuales con naturales ambiciones políticas con quienes se requiere compartir rollo ideológico, pero también confianza interpersonal y lealtad al proyecto.

Conozca a sus pescados. No se limite a solicitar una hoja de vida y antecedentes penales. Se necesita un mayor conocimiento de los que integren las organizaciones políticas. Olvídese de tener “invitados”, por más guita que pongan en campaña. Esos son los más peligrosos porque no se les puede controlar. Son aventureros que tocan todas las puertas posibles y una vez elegidos es muy probable que sean los primeros en contribuir al desprestigio de su movimiento. Premie a sus militantes, a sus seguidores, a quien están en las buenas y en las malas.

Cuánto le cuesta, cuánto le vale. Casi todo el dinero invertido en política se gasta durante las campañas. Debería usar al menos un cuarto del aporte de sus amigos empresarios en el periodo no-electoral. ¿Es iluso? No. Por el contrario, resulta racional para construir una organización sostenible. Un empresario me preguntó si la compra de votos funcionaria en el Perú. Respondí que no por una sencilla razón: no hay partido que controle la distribución de los bienes y asegure la supervisión del intercambio clientelar. Se gastaría en vano. Hasta para hacer clientelismo se requiere de un partido, y eso no aparece de la noche a la mañana.

Los de arriba y los de abajo. No abandone la política en provincias y en regiones. ¿De dónde van a salir sus próximos cuadros nacionales sino es de la experiencia en alcaldías y consejos regionales? La política local y regional es su cantera, su Cantolao. No lo vea solamente como que se trata de presencia en regiones y así queda bien con los analistas. Es sobre todo una forma de generar patrones de carrera política, delinear una jerarquía de ascensos, y foguear a sus muchachos.

No culpe a la Ley de Partidos. De acuerdo, las leyes ayudan, pero creo que más importante que las reformas (lea a Tanaka), son las prácticas propias. La corrección política de la “democracia interna” y del “financiamiento partidario” parte del supuesto del político-buena-gente al punto que la legislación ni siquiera regula sanciones. A las leyes se les saca la vuelta, pero una sacada de vuelta más a la confianza ciudadana en los políticos ya no aguanta.

Publicado en Correo Semanal el 3 de Noviembre del 2011