Tuesday, February 28, 2012

¿Un fujimorismo democrático?

La otra gran transformación

El fujimorismo ha desarrollado una ideología que combina el mantenimiento de las reformas neoliberales en lo económico, una intervención estatal asistencialista en lo social y de “mano dura” en materia de seguridad pública. A diferencia de la derecha tradicional (PPC), ha logrado calar en los sectores populares y en algunas regiones, pero lo ha hecho sin una prédica democrática. Su pragmatismo lo ha llevado a “justificar” equivocadamente violaciones a los derechos humanos, a convertir todas sus faltas en “falsas” acusaciones de sus rivales, a restringir la concepción de la justicia al ámbito social, prescindiendo de lo institucional. ¿Es posible que un proto-partido de esta índole evolucione hacia una versión democrática como pregunta Steven Levitsky?

Considero muy difícil una democratización del fujimorismo “desde adentro”, precisamente porque la memoria política que desarrolló (y que ha permitido unificar a sus seguidores) se basa en hitos de innegable legado autoritario. Por ejemplo, si el 5 de abril es prácticamente su fecha fundacional, es difícil considerar la creación de una narrativa alterna que rompa con ese pasado. En todo caso, vocación de hacerlo no se ve ni siquiera en la nueva generación de sus dirigentes.

Una vía posible para su democratización sería a través de coaliciones políticas con quienes, dentro de la derecha, albergan mayores virtudes democráticas. Una suerte de efecto contagio como el que parece tomar el electorado que apoyó las políticas de seguridad de Uribe en Colombia. Una opinión pública proclive a la mano dura orientada por elites con mayores vocaciones democráticas (J.M. Santos) puede dar pie a un gobierno de derecha que goce de popularidad sin claudicar ante los “excesos” de la lucha contra la violencia.

Para que ello suceda en el Perú habría que tragarse demasiados sapos históricos. El fujimorismo, desde sus inicios, fue anti-político y anti-partidario, pero sobre todo anti-liberal. Despreció las reglas básicas del juego democrático (balance de poderes, respeto al Estado de Derecho). Un fujimorismo institucionalista pasaría por aliarse con sus pares ideológicos moderados que precisamente fueron sus adversarios en los noventas. Se trataría de un asunto de olvidos y perdones por un lado, y de búsqueda de popularidad por el otro.

No es justo analizar al fujimorismo aisladamente. Otras fuerzas políticas comparten un tipo de elector que fácilmente sucumbe ante tentaciones autoritarias. Creer que los reflejos autoritarios se canalizaron solo a través del apoyo a Keiko Fujimori es reduccionista. El fujimorismo tiene las mismas posibilidades de ser democrático como el nacionalismo de la pareja presidencial.

En materia de apoyo a la democracia, el elector humalista es casi tan autoritario y hasta más pragmático que el fujimorista. De acuerdo con una encuesta nacional realizada por el IOP-PUCP (Junio, 2011) el 15% de los que votaron por Fujimori consideraban que bajo algunas circunstancias un gobierno autoritario es preferible a uno democrático. Entre los electores de Humala, ese porcentaje era muy similar (14.4%). La brecha entre fujimoristas y nacionalistas es más notoria sobre la indiferencia al régimen político. Entre los electores naranjas, al 15% le da lo mismo un gobierno democrático o autoritario; entre los nacionalistas, ese porcentaje es 20.4%.

El nacionalismo se cubrió de democrático precisamente gracias al apoyo de actores externos (Vargas Llosa, Toledo). Creer que un proyecto político nacido en los cuarteles se “democratizó” desde la segunda vuelta es otro simplismo. El votante de Toledo de la primera vuelta fue el más democrático de todos (el 71,5% de su votación apoya a la democracia; el promedio nacional es 61.3%) pero no forma parte del núcleo duro humalista. Para tener una democracia fuerte, nuestras dos principales fuerzas políticas deberían ahondar sus convicciones democráticas. Eso requiere otra gran transformación.

Publicado en El Comercio, el 21 de Febrero del 2012

Tuesday, February 21, 2012

La Marcha por el Agua en perspectiva comparada

Marchas por la contramarcha

La Marcha por el Agua es la primera movilización nacional que se lleva a cabo durante el gobierno de Ollanta Humala. Claramente apunta hacia la crítica a las políticas de promoción de la inversión minera, y (a diferencia de cualquier protesta social durante el periodo de García) tiene como principal blanco político al Presidente de la PCM. A los ex aliados del nacionalismo les cuesta todavía creer que tengan que pedir, por ejemplo, “elecciones adelantadas” o “pasos al costado” a quien hasta hace poco los acompañaba en las calles. ¿Es una movilización “en contra” del Presidente Humala? Ni ellos sabrán responder con seguridad.

Es absurdo medir el éxito de dicha marcha por el número de participantes o por si tenía una intencionalidad política detrás (¿quedaba alguna duda?). Quiero resaltar la novedad: la convocatoria a cargo de operadores políticos provincianos (Marco Arana y Wilfredo Saavedra) conjuntamente con el protagonismo de una autoridad elegida (Gregorio Santos). Hace mucho que no teníamos una movilización dirigida por políticos regionales con legitimidad electoral (quizás desde Federico Salas y su cabalgata huancavelicana de hace más de una década), por lo que ya no es posible la crítica de falta de representatividad de la cual han padecido Nelson Palomino, Alberto Pizango y Walter Aduviri en sus respectivos quince minutos de fama.

No hay que pasar por alto el involucramiento de parlamentarios nacionales (y un andino) en la movilización. Mientras la prensa sensacionalista busca “otorongos” hasta debajo de la alfombra, algunos congresistas han aprendido cuánto les fortalece ante sus electores ponerse del lado de la protesta, aunque ello implique que el Presidente les retire la palabra (como es el caso de Jorge Rimarachín). Tengan o no razón sobre los asuntos técnicos implicados en los objetivos de la protesta, sería erróneo dejar de reconocer sus avances, inéditos en un contexto de atomización y crisis de representatividad. En medio de la precariedad política, la movilización anti-minera es lo más cohesionado que se ha podido articular.

Sin embargo, también resulta prematuro interpretar esta marcha como la gestación de un “actor popular” que tiente exitosamente el poder con una plataforma de cambio radical que incluya, por ejemplo, una nueva constitución. Efectivamente, hay un clima de opinión anti-minero entre los sectores más insatisfechos de las regiones, pero a la vez corrientes discrepantes al interior del movimiento (rentistas versus ecologistas como identifica Santiago Pedraglio) que no ayudan a salir de la fragmentación. Por otro lado, si el gobierno gira sus prioridades hacia los excluidos con políticas sociales efectivas, las dirigencias anti-sistema perderían caudal. Ese tercio del país que ha perdido con el modelo económico ha encontrado en el sentido común anti-minero un discurso aglutinador, y a Conga en un símbolo. Pero hacen falta más elementos cohesionadores (identidades políticas, sociales, ideológicas) para dar el salto al Evo Morales peruano.

Precisamente el año pasado, Morales se enfrentó a una movilización similar en contra de sus políticas impulsada por organizaciones indígenas ex aliadas. La marcha del TIPNIS consiguió que Morales diera marcha atrás en su propuesta expansionista en zonas reservadas. Pero ello fue alcanzado porque basaron sus demandas en un soporte organizativo permanente que enlazaba sociedad y política desde los niveles locales. Es decir, un sustento participativo “desde abajo”. Lo que se viene en el Perú permitirá apreciar si es posible la construcción de un proyecto orgánico de izquierda (¿sustentado en ronderos ecologistas?) o si se trata simplemente de una repetición más de una tragicomedia nacional: la producción de outsiders anti-sistema capaces de ganar elecciones con la misma facilidad con la que abandonan el barco que les llevó a Palacio.

Publicado en El Comercio, el 14 de Febrero del 2012

Tuesday, February 14, 2012

Los aprendizajes tardíos de la izquierda

La salida de reconocidos cuadros políticos e intelectuales orgánicos de izquierda de la coalición gobernante ha puesto en debate la relevancia de este sector para la política nacional. Más allá de si es injusto o inadecuado, dicho retiro del equipo nacionalista debe leerse dentro de la historia de aciertos y desaciertos de la izquierda peruana. Desde el momento de gestación de esta inagotable generación de izquierdistas (auto-denominados “Generación del 68”), han tenido méritos a resaltar: la defensa orgánica y militante de los derechos humanos (desde los ochenta), la oposición principista ante autoritarismos clientelares (desde los noventa) y la crítica a las deficiencias del modelo post-ajuste (la última década). La demanda a favor de la “inclusión social”, que ahora todos reconocen como válida, ha sido en gran parte un aporte de la izquierda al sentido común político del país que fácilmente se había entregado a la necedad del “chorreo”.

Considero que las constantes derrotas políticas de la izquierda peruana y su incapacidad para construir ese ya utópico proyecto orgánico se debe a la lentitud con la que han asumido las lecciones de la historia. La izquierda ha acumulado una serie de aprendizajes tardíos en temas cruciales que le ha costado demasiado al país. El retorno a la democracia en 1980 generó una escisión entre los que insistían que su objetivo político era la revolución o los que habían entendido el respeto institucional que las elecciones implicaban. Estos últimos fueron catalogados como “cómplices de la democracia burguesa” y de “hacerle el juego” a la derecha. El valor a las reglas propias de esa democracia que varios condenaban vino mucho después.

Fue a finales de esa misma década, que se dio uno de los debates que mejor ejemplifica la dificultad de la izquierda por confrontar la realidad con su ideología. Cuando no quedaban dudas del daño que Sendero Luminoso y el MRTA venían causando al país, “zorros” y “libios” discutían la forma correcta de interpretar el lugar de la violencia en la estructura de la sociedad peruana. Sinesio López y Nelson Manrique fueron los protagonistas de este intercambio. Para el primero, la violencia política significaba el fracaso de la política (El Zorro de Abajo, N.6), mientras que el segundo refrendaba la tesis de la guerra como su continuación. Manrique acusaba por entonces a López de derechista y a su vez proveía argumentos para “superar revolucionariamente a Sendero” sin abandonar la concepción marxista de la violencia (Márgenes, N.2). No es casual que por entonces, parlamentarios de Izquierda Unida dieran sepultura a emerretistas caídos en batallas como “héroes de guerra”. No eran los setentas, sino el contexto previo al primer y único congreso de dicho frente.

A la izquierda le cuesta comprender que la política puede tener una lógica autónoma de la sociedad. Así como el fundamentalismo de radicales extra-sistémicos se justificaba en una violencia estructural e histórica, no habría posibilidad de transición hacia la democracia sin un cambio en el modelo económico. Con este argumento, desarrollado por Nicolás Lynch (La República, 26 de Abril del 2011) y Alberto Adrianzén (La Transición Inconclusa, La Otra Mirada, 2009), actuales colaboradores del gobierno, el cambio del régimen autoritario establecido por Alberto Fujimori es inconcluso sino se modifican los fundamentos del actual esquema de crecimiento. Si al terminar el actual mandato no se consigue esto, ellos mismos serían cómplices del régimen autoritario (sic) que criticaban.

¿Revolución o democracia? ¿Violencia o pactos? ¿Transición de régimen sin cambio en la economía? En todas estas vicisitudes de izquierda el sesgo ideológico se ha estrellado con la realidad. Y a pesar de ello se ha preferido la insistencia antes que la renovación y el cambio generacional. El resultado es lo que tienen al frente.

Publicado en El Comercio, el 7 de Febrero del 2012.

Monday, February 6, 2012

Verdades Insuficientes

Por qué el Informe de la CVR no basta

El pedido de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de abrir un proceso contra el Estado peruano por el caso Chavín de Huántar y la pretensión de MOVADEF de inscribirse como partido político legal ante el Jurado Nacional de Elecciones han puesto nuevamente en el debate público la interpretación de nuestro pasado reciente. El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (IFCVR), grupo de trabajo en el que colaboré como investigador, vuelve a ser el blanco de acusaciones y consiguientes defensas. Para sus opositores, se trata de un documento sesgado por la carga ideológica marxista de la mayoría de los comisionados que lo dirigieron y por lo tanto, no es un referente válido para reconciliar el país. Para los que suscriben sus recomendaciones, es un trabajo solvente que dice verdades incómodas y a ello se debe el rechazo que genera. De este modo, la clase política termina dividiéndose en torno a estas discrepancias, en un contexto en el que se deberían enfatizar los acuerdos para no volver a repetir los errores del pasado.

Considero que el IFCVR es el esfuerzo más logrado de reconstruir una narración de país sobre una de sus mayores crisis, pero luego de casi diez años del inicio de dicha investigación, es insuficiente para lograr su objetivo mayor: la reconciliación de los peruanos. Lamentablemente sus conclusiones han sido objeto de politización, cuando deberían estar por encima de cualquier intento politiquero. Sus partidarios han caído en la defensa cerrada, acrítica, elevando sus argumentos a una estatura casi sagrada, portadora de una superioridad moral que no corresponde. Sus detractores han identificado sus puntos flacos, que contrastados con la realidad, no se pueden pasar por alto. Por ejemplo, al enfatizar la pobreza y la exclusión social como factores principales que explican la violencia (notable sesgo ideológico) se legitima intelectualmente una justificación que, en versiones más tergiversadas, puede ser usada en contra de la democracia.

Esas fragilidades argumentativas se agudizan por el hecho que varios sectores políticos se sienten excluidos de una narración que busca ser integradora. Estas deficiencias están desbordando la idoneidad del texto como una brújula para leer el futuro en base al pasado. En casi una década, en vez de ganar legitimación, los argumentos del IFCVR se perciben más vulnerables. De este modo, la derecha no solo logra desprestigiar este documento, sino además crear sus propias lecturas históricas. La mayor prueba que en la cultura política contemporánea existen narraciones alternas más exitosas, es el alto porcentaje de votos alcanzado por el proyecto político de un líder preso por violar los derechos humanos. El fujimorismo, sin informe ni comisión, ha generado su propia interpretación de la violencia, que es seguida a pie juntillas por al menos un 20% de peruanos.

A estas alturas, tenemos verdades parciales, divididas, fragmentadas. Miramos nuestra nación frente al espejo lamentable del olvido, aún escindidos, fracturados y con memorias difusas e incoherentes entre sí. La amenaza de MOVADEF debería ser una alerta para que las fuerzas democráticas, de izquierda a derecha, establezcan acuerdos mínimos que no solo reconozcan el sufrimiento de las víctimas, sino en igual medida, la dignidad de los que lucharon por defender al Estado. Y esto pasa indefectiblemente por considerar el valioso aporte de la CVR como una verdad necesaria pero insuficiente. Esta reconstrucción de la memoria histórica es el primer paso de un proceso mucho más largo, en el que los actores democráticos tienen la responsabilidad de involucrarse activamente, desde la política y la academia. El radicalismo violentista es una amenaza latente, pero sus intentos por legitimarse no deberían tomarnos desprevenidos.

Publicado en El Comercio, el 31 de Enero del 2012

Reacciones: Diego García Sayán